Wednesday, October 18, 2006

Redefinida por la copa

De la caja negra de Zerulean:

Al pronunciar su nombre la boca siempre me sabía a cerezas. Creo que fué por ella que desarrollé el gusto por pronunciar una y otra vez el nombre de una mujer cuando estoy con ella. Buscaba que el mismo efecto se repitiera con todos esos otros nombres, pero no era posible, sólo funcionaba con el suyo, lo cual, posteriormente, fué la causa de un sin fin de desagradables e incomodas confusiones. Ana a veces fué Rebeca. Rebeca alguna vez fué Paula. Lety nunca fué Lety, siempre fué alguna otra. Pero eso sí, todas por lo menos una vez fueron Cecilia.

Cuando conocí a Cecilia me pareció una chica antipática y escualida que casi siempre parecía ignorar a todo el mundo. Entreabría unos ojos que nunca atinaba a definir su color por los reflejos en sus anteojos. Siempre se ponía al margen de las situaciones en donde hubiese más de 4 personas conversando, pero siempre guardaba una oración a la que le proseguía el silencio de todos los que la escucharan, excepto el mío. Entonces ella sonreía y yo tambien.

Todos los días la veía deambular por ese infinito pasillo, siempre leyendo, siempre dejando a los demás la preocupación de no estrellarse con ella. Un día la ví en su espectral y eterno paseo por el pasillo con los ojos enterrados en un libro como siempre cuando de pronto resbaló por la lluvia que había salpicado al granito. En el pasillo había mucha gente, y aunque la mayoría pudo ver su accidente, nadie se rió, nadie hizo una gesticulación de pena, nadie se acercó a ayudarla, todos siguieron andando hacia donde quisiera que fueran. Su libro y otros objetos le formaron un tapete bajo ella. Desde el edificio contiguo yo veía toda esta escena y no me parecía ni digna de lástima o de burla. Me daba la impresión de que ella misma hubiera planeado hacerlo. Por su postura uno hubiera creido que estaba sobre una toalla en la arena tomando el sol, con una pierna extendida y una contraida en forma de V, arqueando su espalda hacia atrás apoyada por sus brazos estirados, extendiendo su cuello y con la cara apuntando al cielo, con una ligera sonrisa y los ojos cerrados, como protegiendolos del sol. La gente seguía pasando pero de pronto todos ellos eran los que me parecían espectros, desvaneciendose hasta desaparecer.
Entonces me dí cuenta que no era ninguna mujer escualida. Su postura ciñó su camisa al pecho, exponiendo una generosa redondez que vivía de incongito en sus senos. La falda que siempre le llegaba quince centímetros arriba del tobillo se recorrió y expuso esas dos largas piernas llenas de largas caminatas que les dieron la forma como las de una patinadora. Así estuvo mucho tiempo y cuando se repuso abrió sus ojos y giro su cabeza hacia donde yo estaba y entonces, su sonrisa creció. Nunca me había parecido tan llena de vida. Crucé la plaza dejando que la lluvia me mojara hasta llegar al resguardo del sobretecho del pasillo donde ella ya se ponía de pie. Sus lentes se habían caido y porfin me dejaban ver el color de esos ojos, ahora bien abiertos que me pareció que tambien me sonreían. Ese fué el primero de nuestros 200 días. Ahora se me ocurre que ella tambien escogió esa cifra.

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